miércoles, 2 de diciembre de 2009

El anonimato



El hombre gordo restaba sentado en su silla grasienta, riéndose a carcajadas, tragando y tragando cerveza de barril, mientras minuto a minuto iba vaciando su paquete de cigarrillos, sin prestar atención a su sabor, con infinita inercia y hábito, llenando su grueso alrededor de un humo fantasmal, como si se tratase de un viejo navío perdido. Y sus aullidos y sus risas perversas llenaban el local de un ambiente viscoso y sofocante. Sus acompañantes se balanceaban al ritmo de sus risas, profanando el "humor" con fáciles composiciones machistas y arrogantes impertinencias sobre la vida de una tal señorita Lynnette. En otra esquina, un hombre casi imperceptible sentaba su cuerpo volátil mientras forzaba un rostro de tristeza y buscaba con los ojos palabras que él no conocía con el fin de convencer a una grácil joven que se sentaba en su mesa, cuya posición tensa parecía estar a punto de saltar de la silla como un muelle. Y ese señor, con un chaleco sucio que con su paño milenario repasaba
en vano vasos y platos de alquiler, detrás de una barra amorfa y plateada, revestida de azulejos de liquidación. Y al final, sentada en un banco de antiguo terciopelo de imitación, la hermosa joven, que nunca puede faltar en ninguna escena cotidiana, llegada casi del surrealismo, como imprescindible elemento que rompe la enormidad de esa rutina diaria, como elemento sobrehumano -siempre presente- que equilibra todos esos parámetros aleatorios, y desde la distancia contempla esta lúgubre escena de viciosa mediocridad. Todos anónimos, todos piezas de un enorme puzzle invisible.

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